Algo tan sutil como el coste, el desembolso económico que supone cambiar la flota de camiones, del diésel a los eléctricos, es posiblemente el principal de los retos, sobre todo para las empresas de transporte de menor tamaño.
En la actualidad, es ya existente una diferencia entre las empresas de transporte de mayor tamaño y las pequeñas, teniendo las primeras flotas mucho más modernas y actualizadas, y es que las posibilidades económicas juegan una baza importante.
Dentro de un sector como el del transporte, con un margen operativo siempre tensionado, como es lógico, las empresas con flotas más pequeñas tienen mayores dificultades para renovar sus flotas actuales, al no disponer de la capacidad económica ni financiera para afrontar operaciones con cantidades elevadas. Si trasladamos esto a esa renovación de la flota a camiones eléctricos, se hace literalmente misión imposible.
La situación en el caso de España además se añade a que tiene una de las flotas con mayor antigüedad, con cabezas tractoras que tienen más de 15 años de antigüedad, y con un mapa de empresa de tamaño muy reducido donde las compañías con menos de 3 camiones y los transportistas autónomos son un porcentaje amplio, lo que confiere un color oscuro a la transición hacia una descarbonización real del sector.
A todo ello además hay que añadir una burocracia muy elevada en el caso de las ayudas del Gobierno, complejidad en las ayudas públicas y un acceso a la financiación cada vez más dificultosa que termina por hacer muy lento todo el proceso. Por todo ello, el propio sector reclama a las instituciones europeas una independencia regulatoria, sin que se apueste todo a la electrificación del sector y se apueste por otro tipo de fórmulas, apoyando el uso de otras fuentes energéticas como los biocombustibles o el hidrógeno, compatibles con los motores diésel actuales y que pueden ayudar a esa transición pero con un coste sostenido.
Carlos Zubialde
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